La palabra teoría tiene un origen interesante y un uso ambiguo. Su origen es la palabra del griego clásico theōria (θεωρια), de theōrós (θεωρóς, espectador) y esta de theōrein (θεωρειν, mirar, observar) y su significado original era «búsqueda del conocimiento, pensamiento especulativo en pos de la verdad».
Su uso actual es ambiguo porque se puede utilizar para referirse a (i) una o varias hipótesis que intentan explicar un fenómeno determinado y que deben ser probadas o validadas o (ii) un conjunto de postulados que conforman un modelo que explica satisfactoriamente una parte específica del mundo en el que vivimos. La primera acepción es la que le damos a la palabra teoría cuando decimos algo como «tengo una teoría sobre las causas de la crisis económica» (pero no sé si mi teoría es cierta y habría que comprobarlo). La segunda acepción es la que se utiliza cuando se habla de la Teoría de la Evolución de las especies mediante el proceso de la Selección Natural o de la Teoría de la Relatividad. Tanto la Teoría de la Evolución como la Teoría de la Relatividad son en realidad modelos que explican de manera satisfactoria (es decir, de una forma que concuerda con las observaciones y evidencias disponibles hasta ahora) el funcionamiento del mundo que nos rodea en lo que se refiere al origen y evolución de la vida (Teoría de la Evolución) o al comportamiento de las ondas electromagnéticas y de las partículas atómicas y subatómicas. Estas Teorías (nótese que en esta segunda acepción la palabra se suele escribir en mayúscula) están avaladas y respaldadas por decenas de años de observaciones y experimentos científicos, por lo que en sí no necesitan ser comprobadas – ya lo han sido ampliamente – como en la primera acepción, aunque su validez sigue estando sujeta a que no se descubran nuevas evidencias que las rebatan (o que rebatan parte del modelo). Si ese fuera el caso, habría que cambiar toda o parte de la Teoría para que fuese compatible con la nueva evidencia.
Aquí es donde entran en juego los neutrinos. En los últimos días se han hecho públicos los resultados de un experimento hecho por el CERN con haces de neutrinos en el marco del proyecto OPERA. La noticia saltó a la luz por la publicación en Internet de estos resultados (“Measurement of the neutrino velocity with the OPERA detector in the CNGS beam”). En este post de un blog científico (en castellano) se da una explicación detallada y comprensible del experimento, de sus resultados y de las consecuencias que se derivarían de confirmarse dichos resultados. Explicado muy por encima, el experimento al que hace mención este artículo dio como resultado – según sus autores – que un haz de neutrinos enviados desde un laboratorio de Ginebra hasta otro laboratorio situado a 730 km de distancia, en Italia central, había llegado a su destino 60 ns (sesenta nanosegundos) antes de lo esperado. Uno pensaría que 60 nanosegundos no es nada (un nanosegundo es la milmillonésima parte de un segundo, es decir que un segundo tiene mil millones de nanosegundos), pero en este tipo de experimentos con partículas subatómicas los mecanismos de medida son de una precisión exquisita – tienen que serlo, por fuerza – y en este caso, donde se manejan velocidades próximas o iguales a la de la luz, una diferencia de 60 nanosegundos en una distancia de 730 km es todo un mundo: la precisión de la distancia de 730 km entre los dos laboratorios, medida por técnicas de GPS, es de 20 centímetros y en 60 nanosegundos un neutrino recorre unos 18 metros. El quid de la cuestión está en que si las mediciones son correctas y fiables – y de momento no se han encontrado errores en las mismas – los neutrinos habrían viajado a un velocidad ligeramente mayor que la velocidad de la luz. Esto contradice total y absolutamente el modelo de la Teoría de la Relatividad, que establece claramente como uno de sus axiomas que nada puede viajar a una velocidad superior a la velocidad a la que viaja la luz en el espacio. De confirmarse estas observaciones, habría que replantear parte de la Teoria de la Relatividad.
Aquí entra en juego la Ciencia, o mejor dicho. el Método Científico, y el experimento de los neutrinos es un buen ejemplo de cómo funciona esto. En primer lugar, en el artículo publicado los físicos que han diseñado y realizado el experimento explican con todo detalle cómo han planteado el experimento, cómo y con qué técnicas se han realizado las mediciones, cuál es el margen de fiabilidad esperado de dichas mediciones y cuáles han sido los resultados. Inmediatamente el artículo se somete a lo que se llama «peer-review», es decir que pasa a ser revisado minuciosamente por otros físicos de laboratorios, centros de investigacion y universidades de todo el mundo. En este caso, y dado lo inesperado de los resultados y las consecuencias que supondrían de confirmarse para las leyes fundamentales de la física que actualmente se aceptan de forma universal, la comunidad científica pondrá todo su empeño en intentar descubrir cualquier tipo de error en el planteamiento teórico o en la implementación práctica del experimento, o en los cálculos de los que se derivan las mediciones obtenidas – recordemos, los 60 ns «de menos». Por otra parte, los experimentos científicos deben ser repetibles, es decir, que se repetirá el mismo experimento por otros equipos en otros lugares del planeta y se cotejarán los resultados (y dado que un experimento de este tipo es algo extremadamente complicado de realizar y no es algo que se haga una tarde de domingo en el garaje de casa con una cinta métrica y un cronómetro, esto puede llevar meses o incluso años). Aquí pueden pasar dos cosas:
1.- Que se demuestre que los resultados del experimento del CERN son erróneos, ya que otros (varios) experimentos similares arrojan resultados diferentes, o bien se encuentre un error en el planteamiento o realización del experimento o en las mediciones que hayan falseado los resultados, o
2.- Que otros experimentos similares confirmen los resultados y, en efecto, se compruebe que los neutrinos, bajo determinadas condiciones, pueden viajar a velocidades superiores a la de la luz. Si este fuera el caso, habría que revisar la Teoría de la Relatividad para acomodarla a la realidad, a los hechos, a las nuevas evidencias encontradas. No hay otra.
Y aquí es donde, ¡finalmente!, entran en juego las lenguas. A menudo se escriben libros y artículos sobre el origen o el parentesco de ciertas lenguas (el euskera es un buen candidato) o sobre el desciframiento de lenguas muertas (el íbero, el etrusco o el Disco de Festos son otras tres buenas victimas) por parte de «iluminados» que, sin dudar de su auténtico interés por el tema y de su buena intención, apoyan sus teorías (primera acepción, en minúsculas) en razonamientos o hechos insostenibles, que no soportarían el más mínimo escrutinio científico ni a menudo se corresponden ni de lejos con las evidencias lingüísticas, históricas o arquelógicas. Pero tratándose de lenguas, del lenguaje, parece que sobre eso todo el mundo puede pontificar y sentar cátedra alegremente. Por ejemplo, hay libros financiados por entes públicos que presentan «traducciones» auténticamente demenciales de todo tipo de inscripciones escritas en el signario ibérico, sin ningún fundamento lingüístico o histórico. Pensemos en el escándalo que supondría que un Ayuntamiento o una Diputación financiara la edición de un libro que defendiese que la Tierra es plana y el Sol gira alrededor de ella. El paralelo es casi exacto.
Pienso que esto es algo inaceptable y que debemos luchar por tratar el estudio del lenguaje (sobre todo los estudios lingüísticos comparativos y diacrónicos) considerando el lenguaje y las lenguas humanas como objetos de estudio científico y, como tales, sujetos a las condiciones establecidas por el método científico.
Como si fueran neutrinos…